UN CÁNTICO QUE ESCANCIA EL VINO CIEGO DE LOS DÍAS

Por Óscar Wong

Poeta, musa e inspiración. Un vínculo estrecho, a la vez profundo, que asume su dimensión exacta, puesto que la poesía constituye una revelación espiritual, una experiencia mágico-religiosa, observada por Robert Graves en “La diosa blanca” (1938) y retomada durante la Edad Media por cátaros y trovadores. En esa época, los reinos cristianos europeos dan a luz sus propias líricas y epopeyas, sobre todo en el Mediodía francés, en la zona conocida como Occitania y Galia Narbonense, donde se desarrolló una lengua románica, conocida como “provenzal” o “lengua de oc”, que pronto fue apta para la expresión poética.

Preciso: el infaltable Robert Graves, en el libro ya citado, nos habla del Alfabeto de los árboles, la lengua inventada por el dios Ogma, u Oc, de donde viene esta relación con los trovadores provenzales, quienes concibieron el “fine amour”, conocido en la historia como “amor cortés” –aunque la traducción correcta debería ser “amor cortesano” o, según la expresión de los cantores, “el amor de caballero”.

En “Amor y Occidente” (1938), Denis de Rougemont establece la relación entre los cátaros y trovadores y su repercusión en las cortes medievales del sur de Francia, donde se genera el concepto cultural del amor. Se manifiesta entonces una poesía popular cantada por juglares y una lírica caballeresca. Es capital esta época porque aquí se gesta la lírica europea y, desde luego, la castellana., que es la que nos corresponde. Conviene distinguir la figura del “trobador”, el poeta, de la del “joglar”, quien cantaba la poesía, aunque la línea no aparezca siempre clara (Cf. Rougemont, op. cit, ibid.).

A partir del siglo XI y sobre todo en los siglos XII y XIII, los trovadores aparecen protegidos en castillos y palacios, componiendo canciones sujetas a férreos esquemas estróficos sin ningún tipo de libertad, de temas muy variados.

Entre los numerosos trovadores de los que se tienen constancia cabe destacar a Ghilhen de Peitieu, Bernart de Ventadorn, Bertran de Born, Giraut de Bornelh, Raimon de Miravalh, y de manera especial a Arnaut Daniel (S. XII) máximo exponente del “trobar clus”, una poesía hermética dirigida a un público muy selecto. La figura de Eleanor de Aquitania y la de Guillaume de Portier son capitales. Éste último señala: “La mujer que inspira amor es una diosa y merece culto como tal”. Así, la mujer vuelve a ser la dómina, la dueña, la señora, y el poeta su único servidor. Graves concilia esta tradición bárdica precisando: el poeta le sirve a la musa y el hombre a la mujer. 

En poesía, lo que rige como principio es el estado de ánimo como cualidad del sentimiento. El poema, el discurso mismo, contiene algo más que el simple conteo silábico, que la pureza del sonido. También está el color y la selección de las palabras, la fantasiosa, rica y exquisita yuxtaposición de las frases. Como experiencia de vida, la Poesía revela otras dimensiones más profundas o últimas. Por supuesto que en este territorio el sentimiento es básico, no la razón. Por eso el poema representa un espacio privilegiado donde concurren la forma y el sentido. Y es que la Palabra nombra, califica, determina. Así, todo poeta, cualquier Escriba, se metamorfosea en un celebrante que invoca y convoca al mundo.

Por supuesto que, desde esta perspectiva, en el más exacto de los sentidos, un Poeta es un hombre sabio. Aunque no es aquel que suma libros y tiene un acervo de lecturas academizantes, sino aquel cuya expresión surge de una profunda experiencia vital, significativa, y se transmite a través de un corpus, de un discurso denominado Poema. Ezra Pound se lamenta que, en las universidades, la poesía se concibe como simple ejercicio lingüístico, un discurso literario (Paz habla de “artefactos semánticos”), soslayando su verdadera condición. Lo apolíneo superando lo dionisiaco, acaso porque la elocuencia, según Graves, triunfa sobre la sabiduría.

En “El oráculo de la Rosa”, Roberto Chanona (Tuxtla Gutiérrez, 1960) retoma el equilibrio al conjuntar armonía y sapiencia. El autor se desliza por la invocación susurrante con el propósito de nombrar las cosas y conjurarlas, hasta tocar la revelación de los mitos como expresión real, forjadores del reino del fuego y del silencio para resguardar los enigmas, los estigmas del olvido.

Seis instancias conforman este poemario: “La tierra prometida”, con un canto denominado “El rapto”, dividido en 7 instancias; “La semana”, donde asume los nombres de la misma a través de igual número de poemas, asumiendo las escalas de la sabiduría que marca Graves; “La fuente”, “Refugios de tinieblas”, “Clara luz” y “Fuego nocturno” completan la invocación.

Aquí se concilian precisión, contundencia y sencillez en la expresión, como características primordiales en este poemario, donde surgen brillantes endecasílabos sonoros (ya sabemos que el verso es la norma con la que un poeta relaciona su ritmo personal). “En la práctica el ritmo que cuenta no es el que la gramática sugiere, sino el que el oído percibe”, puntualiza Tomás Navarro Tomás. El Yo es quien observa al mundo y canta sus pasiones, la dimensión humana, con toda su carga existencial, contradictoria.

Por eso, también, esos versículos, propiamente dicho, que revelan su tono lírico, su intencionalidad: cantar la existencia sagrada (Wittgenstein explica que las oraciones tienen su significado por ser pinturas del mundo). De manera que, además, se advierten guiños reveladores de sus lecturas (Milton, Homero, Rosario, Vallejo, Baudelaire, etc.).

El poeta establece un diálogo profundo entre la naturaleza y la figura femenina: “Oráculo de la rosa” (2015) constituye un ceremonial donde la Musa –la que excita e incita a obedecer– asume su papel de creadora, conservadora, destructora, etc.; pero básicamente simboliza un poder, una energía. Todo, insisto, gira alrededor de la mujer. Corazón de la vida, de la muerte, de la existencia ulterior, la Diosa musita o aterroriza al cantor: “No volverás a ver mi rostro/ marcado por la furia del tiempo./ Ya no verás mis ojos lleno de horror/ que gritan en silencio tu nombre./ Ni mi cabello cortado en luna llena,/ señal de obediencia, sueño del ciervo”.

Es válido recordar que sólo a partir de un agudo conocimiento del mundo, el lenguaje funciona a la perfección, puesto que palabra, imaginación y técnica, generan esas virtudes estilísticas para crear una obra convincente y, sobre todo, perturbadora. De esta manera el escritor forja un universo representativo donde las relaciones humanas universales, los conflictos y contradicciones, son aprehendidos en esa dimensión pasional que en momentos devasta al lector: todos los signos de un idioma común funcionan como signos de objetos y sujetos o como signos para la reflexión o la pasión no solo para comunicar información, sino también para despertar emociones y dirigir la acción.

Desde esta perspectiva “Oráculo de la rosa” vuélvese un cántico que escancia el vino ciego de los días en virtud de que el poeta se erige en constructor de mundos y de espacios, una travesía por los territorios de la Musa.

Roberto Chanona, “Oráculo de la Rosa”, Coneculta-Chiapas, Tuxtla Gutiérrez, 2015, 98 pp.